
El género del survival horror ha vivido una doble vida en los últimos veinte años. Mientras las grandes sagas (Resident Evil, Silent Hill, Dead Space) han ido adaptándose a tendencias modernas con más acción y espectacularidad, un sector de la escena independiente ha decidido mirar atrás para recuperar lo que hacía especial a los clásicos de finales de los 90. Juegos como Signalis o Alisa ya habían demostrado que todavía había público para las cámaras fijas, los inventarios limitados y la tensión ambiental por encima de la pirotecnia. Ahora llega Heartworm, desarrollado por Vincent Adinolfi y publicado por DreadXP, que se presenta sin rodeos como una carta de amor al survival horror de la era PS1, pero con un toque personal: la melancolía de la pérdida como motor narrativo.
Una historia de duelo y obsesión
En Heartworm controlamos a Sam, una joven marcada por la muerte de su abuelo. Incapaz de cerrar ese capítulo de su vida, se obsesiona con un rumor encontrado en foros de internet: un caserón aislado en medio del bosque que supuestamente conecta a los vivos con los muertos. Quienes han entrado, nunca han regresado. Pese a la advertencia, Sam decide adentrarse en el lugar en busca de respuestas y quizás la posibilidad de volver a hablar con su abuelo.
Lo que en un principio parece un escenario de terror tradicional —casa abandonada, habitaciones oscuras, puertas cerradas con llaves imposibles— se va transformando en un viaje más surrealista, con entornos que reflejan recuerdos, espacios deformados y un “Archivo” que funciona como un limbo donde conviven la memoria y el olvido. La narrativa se va construyendo mediante pequeñas pinceladas: notas, objetos personales, monólogos internos de Sam o incluso detalles ambientales que sugieren más de lo que muestran.
El guion nunca cae en la sobreexplicación ni en los clichés del género. En lugar de eso, genera un tono íntimo y reflexivo: Sam no es la típica protagonista estereotipada del survival horror, sino una mujer adulta atrapada entre el dolor, la apatía y la necesidad de seguir adelante. Su vulnerabilidad hace que el jugador empatice con ella, incluso cuando su decisión de entrar en la casa parece imprudente.

Exploración y puzles: el núcleo de la experiencia
La estructura del juego se divide en cuatro capítulos bien delimitados. Al terminar uno, no hay vuelta atrás: se avanza siempre hacia adelante, lo que refuerza la sensación de estar atrapados en un descenso sin retorno. Cada nivel funciona como una caja de rompecabezas interconectada, con atajos, llaves y secretos que recuerdan inevitablemente a la Mansión Spencer de Resident Evil.
La exploración es el eje central: abrir puertas, examinar estancias, encontrar notas y objetos que revelan detalles del trasfondo. Aunque algunos escenarios son lineales, otros presentan un diseño más abierto y satisfactorio, con ese placer clásico de desbloquear un pasillo que conecta dos zonas ya exploradas.
Los puzles cumplen con lo esperado: acertijos de símbolos, contraseñas escondidas en documentos, pequeños rompecabezas ambientales… No son especialmente difíciles ni innovadores, pero se integran bien en el mundo y rara vez se sienten artificiales. El mejor ejemplo es cuando un cuadro, un ruido o un detalle aparentemente trivial se convierte en la pista clave para resolver un enigma. Es en esos momentos cuando Heartworm transmite la sensación de que todo tiene un propósito y nada está ahí por casualidad.

El combate y la cámara como arma
La mecánica de defensa es curiosa: en lugar de pistolas o cuchillos, Sam porta la cámara analógica de su abuelo. Al disparar un destello fotográfico, puede aturdir o destruir a las criaturas que la acechan. El sistema recuerda inevitablemente a Project Zero/Fatal Frame, pero aquí se simplifica: no hay mejoras, ni disparos en primera persona, ni gestión profunda de recursos.
El combate no es el centro de la experiencia. De hecho, muchos enemigos pueden esquivarse, y es recomendable conservar carretes de película para los enfrentamientos obligatorios. La tensión no viene de la acción sino de la fragilidad: enfrentarse a enemigos grotescos —maniquíes inmóviles, figuras humanoides que parecen estatuas vivientes, sombras imposibles— genera incomodidad más que adrenalina.
La cámara también sirve como fuente de luz: un destello breve ilumina la zona, revelando amenazas o detalles ocultos. Aunque es un recurso atmosférico eficaz, el juego no lo explota siempre con el mismo acierto: en interiores funciona de maravilla, pero en escenarios abiertos (como los bosques) pierde parte de su fuerza.

Apartado técnico y audiovisual: entre lo retro y lo moderno
Visualmente, Heartworm apuesta por una estética PS1 retro, con texturas granuladas, baja resolución y modelados toscos que evocan lo mejor de los 90. Sin embargo, esta limitación estética es deliberada y cuidada: los encuadres están pensados con ojo cinematográfico, fruto de la experiencia del creador como fotógrafo. La composición de cada plano, el uso de ángulos fijos y los contrastes de luz convierten a cada sala en una viñeta cargada de intención.
La decisión de incluir tanto controles de tanque clásicos como controles modernos es bienvenida. Los primeros ofrecen la experiencia más auténtica, pero los segundos hacen el juego más accesible para quienes no crecieron con ese esquema. Eso sí, los cambios de ángulo de cámara pueden resultar confusos y romper la orientación en algunos tramos.
El sonido es otro de los grandes logros del juego. La banda sonora mezcla piezas de piano melancólicas con pasajes más experimentales que generan desconcierto. El diseño sonoro brilla especialmente con los enemigos: susurros, crujidos mecánicos, golpes lejanos… pequeños detalles que sugieren su presencia incluso cuando no los vemos. La ausencia casi total de sustos baratos se agradece: aquí el miedo viene de la sugestión y la atmósfera, no de gritos repentinos.

Duración, rejugabilidad y estructura
Una partida estándar dura entre 5 y 6 horas, aunque conociendo los puzles es posible acabarlo en mucho menos. El juego incluye tres finales diferentes, condicionados por la recolección de ciertos objetos opcionales, lo que añade cierto incentivo para rejugarlo. Además, existe un logro específico para completar la aventura en menos de una hora, pensado claramente para speedrunners.
La división en capítulos refuerza el carácter narrativo, pero también elimina la posibilidad de regresar a escenarios anteriores para buscar secretos. Algunos lo verán como una limitación; otros, como un acierto que concentra la experiencia en un trayecto lineal, sin relleno.

Conclusión
Heartworm no pretende reinventar el survival horror. Tampoco lo necesita. Su objetivo es rendir un homenaje sincero a una época que marcó a miles de jugadores, y lo hace con tanta convicción que logra trascender el simple ejercicio de nostalgia. Con una historia personal que habla de la pérdida, un diseño audiovisual pensado para incomodar y una jugabilidad que prioriza la exploración sobre la acción, se convierte en una de las propuestas indies más interesantes de 2025 dentro del género.
No es perfecto: el combate queda en un segundo plano, algunos puzles saben a poco y la integración de ciertos elementos se siente conservadora. Pero el conjunto consigue algo que pocos títulos logran: dejar huella emocional más allá del susto puntual.
Para quienes añoran los días de Silent Hill o Resident Evil en PS1, Heartworm es un viaje imprescindible. Y para quienes buscan un horror más contemplativo y atmosférico, puede ser la mejor puerta de entrada a un estilo que nunca debería haberse perdido.

Kalas
Veterano en esto de escribir sobre videojuegos, pero un día me cansé y decidí fundar mi propia web. No soy amante de las marcas, sino de los buenos juegos, aunque Nintendo ha estado muy presente en mi infancia. Sobrevivo en mi lucha por convertirme en un especialista en Asia Oriental.
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