Hace ya alrededor de cinco meses salió a la venta The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom, la secuela del aclamado título de 2017 The Legend of Zelda: Breath of the Wild. Las expectativas del público general hacia este título estaban por las nubes; Y, por supuesto, las mías también. De hecho, nunca había esperado un juego con tanta ansia e ilusión.
Considero a The Legend of Zelda como la saga de mi vida. Sus juegos me han acompañado en los momentos más importantes y, con el pasar de los años, he acabado desarrollando una unión muy profunda y personal con todos ellos. Cuando salió The Legend of Zelda: Breath of the Wild, yo era un chavalín que iba a cumplir once años y cuya primera reacción al jugar al juego en el Salón del manga de Barcelona del año anterior fue enfadarse porque según él “eso no era Zelda”. Sin embargo, tras salir el juego en marzo de 2017 y ver una cantidad absurda de vídeos de éste por Youtube, aquel chavalín decidió que le daría otra oportunidad. Y así fue cómo el 25 de abril de 2017 me regalaron la Nintendo Switch junto con la edición coleccionista de The Legend of Zelda: Breath of the Wild.
Ese verano lo pasé jugando a Breath of the Wild, y mi relación con el título fue evolucionando con el paso de los días. No me hizo falta jugar mucho para ver que me había equivocado: aquello sí era Zelda. Su mundo, su historia, sus personajes… El juego logró transmitirme la misma sensación de “estar en casa” que el resto de juegos de la saga me transmitían y me siguen transmitiendo a día de hoy.
Ahora, seis años y medio tras la salida de The Legend of Zelda: Breath of the Wild, puedo afirmar, sin dudar ni un segundo, que es el título de la saga con el que más he conectado a nivel personal. El juego no sólo marcó un antes y un después en el género de mundo abierto, sino que también lo marcó en mi vida y en la persona que soy a día de hoy. Es por eso que conforme se iba acercando el 12 de mayo de este año, mis nervios, mi expectación y mi ilusión no dejaban de acrecentarse.
El día prometido y un rápido descenso
El día de la salida de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom fue toda una celebración en mi casa. Incluso vinieron mis primos (culpables de mi amor y obsesión por la saga) a ver el inicio del juego. Mi primera reacción, totalmente condicionado por la ilusión, fue pensar que, tras Tears of the Kingdom, jamás querría regresar a Breath of the Wild. Esa idea se mantuvo en mi cabeza durante el transcurso de toda mi partida, pero, un mes después de la salida del juego, la cosa había cambiado: ya casi no entraba a jugar y mis amigos también habían dejado el juego. Ni siquiera lo comentábamos. Esta situación es completamente distinta a la que viví con Breath of the Wild, al que seguí entrando regularmente y comentándolo con mis amigos hasta bien entrado el 2020. Si a día de hoy me preguntas con cuál de los dos juegos me quedo, te diré que, sin ninguna duda, con Breath of the Wild, pero… ¿Por qué? Si Tears of the Kingdom es claramente superior en casi todos los aspectos… ¿No?
The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom es una obra maestra, de eso no cabe duda, pero está lejos de ser perfecto. Sus mazmorras, aunque mejor tematizadas que las de Breath of the Wild, son extremadamente sencillas, y sus puzles apenas presentan un obstáculo real. La variedad de enemigos, aunque superior a la de Breath of the Wild, es bastante escasa, y la historia deja mucho que desear si la comparamos con la de otros juegos de la serie (como Ocarina of Time). Y qué decir de las habilidades de los sabios, que no terminan de aportar nada y están implementadas peor de lo que deberían. Sin embargo, considero que las dos grandes novedades del título están muy desaprovechadas: los cielos y las profundidades de Hyrule.
Pese a todo lo que acabo de comentar, Tears of the Kingdom se posiciona por encima de Breath of the Wild en casi todos los aspectos, pues en la mayoría de ellos presenta una clara y enorme mejora respecto a lo que logró su predecesor. Pero en medio del camino hacia la “perfección” de lo que inició el juego de 2017 es donde esta gran obra pierde su alma, aquella chispa que hace que todos los títulos de la saga resuenen conmigo a un nivel tan íntimo.
Tears of the Kingdom hace tantas cosas y las hace tan bien que se siente casi “falso”. Pese a sus defectos, parece hecho por una inteligencia artificial a la que le han pedido que haga la perfecta evolución de Breath of the Wild; y es justo por eso, por lo que me cuesta aún asimilar que haya salido tan bien, que no logro conectar con él como con el resto de la saga.
Breath of the Wild, pese a sus defectos e imperfecciones, lograba crear, gracias a sus silencios, su calma y sus momentos de contemplación, una sensación de paz y de familiaridad que calaba hondo en el corazón de los jugadores. Si lo habéis jugado, seguramente lo habéis experimentado. Es en esos momentos que nos da el juego para respirar donde Breath of the Wild encuentra la chispa y la esencia de la serie.
Por otra parte, Tears of the Kingdom está lleno hasta arriba de cosas que hacer, todas ellas diseñadas hasta el más mínimo detalle para ser exactamente como el jugador espera que sean. Hay infinitas situaciones que podemos resolver de la forma que queramos y eso en concepto es una cosa fantástica, pero, al no dejar de bombardearme con cosas por hacer, me impide pararme a descansar, respirar y sentir la chispa de Zelda. Porque el problema de Tears of the Kingdom no es que no tenga esa chispa: el problema es que no te da tiempo a sentirla. El juego te tiene constantemente ocupado y eso impide que conecte con él de una forma más profunda.
Breath of the Wild fue mi Ocarina of Time
Por cosas de la vida, llegué a este mundo varios años tarde para jugar a Ocarina of Time el día de su salida (8 años, para ser exactos), pero llegué justo a tiempo para jugar a Breath of the Wild en un momento en que mi vida estaba cambiando: me pilló en la transición de primaria a ESO y me acompañó en momentos que han marcado mi desarrollo personal y quién soy hoy en día. Tears of the Kingdom no ha conectado tanto conmigo, no sólo por culpa del juego en sí, sino también por la etapa de mi vida en la que me ha llegado. Ahora tengo acceso mucho más fácil a muchos más juegos, que además salen a un ritmo que cada vez nos deja menos tiempo para respirar y parece que casi todos los juegos, por excelentes que sean, son olvidados a los pocos meses por culpa de la aparición de nuevos juegos que todos debemos jugar.
Hablo, en parte, desde la ignorancia cuando digo esto, pero creo que con Breath of the Wild por fin logré entender a todas esas personas que hablan de lo que significó Ocarina of Time para ellos en su época. Un juego con el que conecté más que con cualquier otro y que me hizo ver el medio de una forma distinta. Un juego que marcó una etapa de mi vida a la que con Tears of the Kingdom dije adiós, pues éste, al igual que su predecesor me pilló en la transición de primaria a ESO, salió en mi primer año de bachillerato, y, pese a que hoy no puedo decir que signifique lo mismo para mí que Breath of the Wild, espero poder mirar atrás en unos años, volver a jugarlo y encontrar esos momentos, esa conexión que con mi primera partida no logré establecer.
La saga Zelda me ha acompañado desde siempre: los Oracle y The Minish Cap, iniciaron mi amor por la saga a los cinco años de edad, Breath of the Wild me ha visto cambiar y llegar a ser quién soy (jugando a todos y cada uno de los juegos de la saga en el proceso), y aunque no pueda poner a Tears of the Kingdom junto con estos títulos a nivel emocional y personal, eso no significa que no me guste. Me parece el mejor Zelda sin duda; y, aunque no sea mi caso, estoy seguro de que para muchos jugadores sí que será su Ocarina of Time.
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